4 de la mañana. 14 de febrero de 2004. Me fui al centro de salud del barrio, con lo puesto, respirando como podía. Al llegar a la puerta, dos hombres que debían ser celadores, me preguntaron qué quería. 

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Les dije que tenía un ataque de ansiedad que la única persona que conocía, el que era mi pareja entonces, había salido de casa sin mediar palabra y no había dado señales de vida, que estaba como estaba y que necesitaba ayuda. Su respuesta fue un alarde de inhumanidad y de realismo, "Vete a tu casa, tranquilizate, ya volverá".

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Estuve toda la noche respirando entre lágrimas, escuchando la radio (Era una mala broma que fuera San Valentín), hasta que me calmé decidí ir a esperar al metro. Se me caía la casa encima, 18 trenes hasta que le vi llegar. Había conocido a alguien esa noche. 

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Dos meses de infierno, ni soltaba, ni yo podía soltar. Y una vez que se baja sola al infierno es un milagro salir. Suerte que la vida siempre nos escucha si pedimos ayuda y el mundo esta lleno de gente que también ha estado en el infierno.

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Esta es la primera vez que lo cuento en un lugar como este.

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Después unos años, recibí una llamada suya. Me pedía disculpas porque acompañando a su hermana por maltratos se había dado cuenta que había hecho lo mismo conmigo. Solo que sin violencia física. Rompí a llorar. Por primera vez, después de aquello que había pasado.

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Y yo había sido cómplice de ello, por miedo. Y por soledad, por falta de comunidad, de red.

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Miedo a no saber dónde ir. A que yo tuviera la culpa de su desamor. A que estuviera por perder al "hombre de mi vida". A no saber dirigirme a mi misma porque había perdido mi propia voz. A que cada hogar fuera igualmente "peligroso".

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​Esa relación fue una relación maestra. Pensé que había aprendido de ella y que nunca me volvería a pasar lo mismo. 

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Me empeñaba en evitar una relación más o menos íntima. Y ese miedo de fondo como el eterno domingo en que el vecino no para de escuchar trappeo y aunque salgas de casa, ese ritmo arrastrao sigue sonando en la cabeza.

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Ese ruidito de fondo que te dice que hay algo pendiente. Eso pendiente que está esperando a la vuelta de la próxima relación de alta intimidad. Y así fue. 

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Por ello, hace más de 20 años que decidí responzabilizarme de mi, dedicarme a investigar el alma humana empezando por la mía.

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Aprendiendo a amar sin perder la identidad.

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A confiar en mi voz interior.

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A romper la estructura de silencio.

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A no sostener relaciones que me anclaban en los patrones de otras generaciones.

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A recordar y reconectar con la sabiduría ancestral en medio del progreso descabezado.

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Para vivir vínculos significativos y respetuosos.​​​

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A crear comunidad y sentido de pertenencia sano.

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Terrenalidad espiritual.

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Y esto es lo que ahora comparto contigo.​​

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